La
madre de Ingrid volvió a contravenir las leyes de la maternidad, cuando con su
voz envolvente, sugestiva, intentando una complicidad oscura, pronunció mi
nombre y mi apellido del otro lado del teléfono. Seguramente, y me odiosamente
me reconforta decirlo, su anhelo de atraer a cientos de hombres y mujeres, no
se vieron concretados de acuerdo a los vanos intentos que había realizado con
su carácter ineficaz. Quería brillar, relucir… reinar sobre las personas y para
su letal contrapunto no consiguió ni siquiera desembarazarse de esa caricatura
que se dibuja por debajo de su piel tersa. Intentaba con su tono crear una
confiabilidad, actuando a que Ingrid estuviera cerca de ella y no debiera
escucharla. Mintió descaradamente, cuando delató que Ingrid ingería pastillas
para no comer y que desde niña siempre le preguntaba qué sentido tiene vivir si
todo era tan triste. Podría frenarse pero anestesiada a la vergüenza,
anacrónicamente seductora, se derrumbaba en el charco de su fragilidad. Detenerse en
algún silencio es para alguien así pisar
el futuro oscuro. A pesar, de saber que
lo que dice no llega, entonces redobla la apuesta y ahora preocupada dice que
teme por Ingrid, que hay asuntos que yo no conozco, pero ni pregunto, luego se
martiriza y habla de su propia infancia, y sus victimarios, pero ahora es solo
una táctica y no siento pena, me doy cuenta que estoy vengando a Ingrid, o puede
que también sea mi desdeñoso modo frente
a las miserias del espíritu.
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